La casa feliz
El autor, José María Merino
Poeta, ensayista y narrador, José María Merino, nacido en La Coruña en 1941 y leonés de adopción, forma parte de la Real Academia de la Lengua desde marzo de 2008. En 1972 publica su primer libro, el poemario Sitio de Tarifa, su primera novela data de 1976, Novela de Andrés Choz. Merino ha cultivado principalmente la prosa, libros y artículos de viajes, ensayos literarios, crítica, novelas, novelas juveniles y, especialmente, cuentos.
La obra de este escritor, en búsqueda de la identidad a través de la imaginación, está llena de símbolos. Su estilo se aproxima a las obras fantásticas de Franz Kafka, Edgar Alian Poe o Miguel de Unamuno. Un autor que se adentra en el mundo de la ciencia ficción, de mundos irreales que nacen de su mano pero en los que, inevitablemente, nos vemos reconocidos, pues los ancla a la realidad a través de situaciones que no son, en ningún caso, desconocidas.
Presentación, La casa feliz
El cuento de José María Merino, como el de Carlos Castán e incluso el de Juan José Millas, le da gran protagonismo a las cosas y a la relación que las personas establecen con ellas, muy en particular a esos pequeños mundos que son nuestras casas y que llegan a convertirse en una proyección de nosotros mismos. A veces, basta con mirarlas para obtener un retrato casi perfecto de quien las habita. Eso es lo que sucede en este relato, que nos advierte, desde el mismo título, de su naturaleza viva y humanizada. Esta personificación inicial nos introduce en la dimensión fantástica del cuento, pero esta dimensión se plantea una vez más como un procedimiento para profundizar en la realidad y en la complejidad de la existencia humana. Es el único cuento de los aquí incluidos narrado, en tercera persona, por un narrador ajeno a la historia. Ese narrador insiste en la idea de que la realidad puede sorprendernos más que cualquier ficción porque la realidad no ha de ser verosímil ni creíble. Sobre ese supuesto se nos da la crónica de un extraño e inexplicable caso.
No es raro imaginar que las cosas tienen vida propia. ¿Dónde van cuando se nos pierden?, o ¿sería mejor decir cuando nos abandonan? ¿Nos buscan ellas también? ¿Son ellas las que nos encuentran cuando por fin aparecen? Algo de todo esto debería plantearse el doctor Zapater, un médico psiquia-tra especializado en curar o en aliviar la infelicidad de la gente y, en el fondo, tan infeliz como sus pacientes. El doctor descubre que la cercanía de una casa afecta positivamente al estado de ánimo de los que están cerca y trata de apropiarse de ella, sin embargo, "la casa feliz", tiene autonomía, incluso alma, podríamos decir, y se mantiene fiel a quienes la construyeron y la llenaron de su alegría de vivir. De esta manera está reconociendo su incapacidad para forjarse su propia felicidad. En consecuencia, su batalla por obtenerla está perdida de antemano. No se pueden tomar prestados los sueños ni la felicidad ajena.
En fin, sería estupendo saber si nuestras casas, esos testigos mudos de cuanto nos sucede en la soledad, son felices con lo que ven, si están satisfechas con los estados de ánimo que reciben a diario, si pueden absorber nuestras frustraciones, si se aburren mucho con nuestras rutinas, si están hartas de nuestras manías. Tal vez deberían ser ellas las que fueran al psiquiatra. En realidad, solo ellas podrían decir, a veces, lo que nos pasa.
La casa feliz
El doctor Zapater, que tenía como profesión la salud mental de la gente, se declaraba a menudo especialista en infortunio. Intentaba devolver a sus pacientes la felicidad, o al menos la serenidad, y aunque no era sencillo, había conseguido al menos identificar con bastante exactitud los grados de la desventura. La materia de su trabajo hacía que tampoco él se sintiese nunca del todo feliz. Sin embargo, aquella mañana, al levantarse, estaba lleno de euforia, pletórico de sensaciones gratificadoras, cuya causa no podía adivinar. El doctor Zapater vivía en una pequeña colonia de casitas adosadas y chalets dispersos, en las afueras de la ciudad. Al salir aquel día camino de la clínica, advirtió que en el solar contiguo, vacío, que el paso de los años había convertido en un refugio de matorrales enmarañados, se alzaba una casa flamante, rodeada por un jardín muy cuidado. La disposición jovial y optimista con que el doctor Zapater se había despertado no pudo anular la sorpresa ante aquella presencia que parecía infringir las leyes del tiempo y del espacio, porque en una sola noche era imposible que el solar cubierto de malas hierbas se hubiese convertido en aquel césped flanqueado de arriates floridos y, sobre todo, que se pudiese haber levantado aquel edificio, una casa de ladrillo con galerías a ambos lados de la puerta principal, tres ventanas adornadas de flores en el primer piso y un empinadísimo tejado a dos aguas, sujeto con vigas de madera, en el que sobresalía la chimenea sobre la estructura de los ventanales inclinados de la buhardilla1. Aquello era inverosímil, y aunque el doctor Zapater sabía de sobra que la realidad no necesita ser verosímil, que la realidad se produce, sin más, aunque parezca increíble, llamó a su mujer, que en aquel momento estaba en la cocina con los niños, y le mostró la absurda aparición. Su mujer, que también se había levantado aquel día llena de buen ánimo, contempló la casa y el jardín con admiración, pero en vez de escandalizarse por lo irrazonable de su presencia exclamó que era muy bonita. Pero ¿no te parece muy extraño? preguntó el doctor, asombrado de la reacción de su mujer. Será prefabricada, y la habrán instalado esta noche. Ahora las cosas se hacen así. Además sin meter ruido, sin despertarnos siquiera. ¿Y el jardín? preguntó el doctor Zapater, rompiendo a reír. También prefabricado. En estos tiempos, a mí ya no me sorprende nada de nada de lo que hagan para vender cualquier cosa. Conforme se alejaba de la urbanización en su coche, el doctor Zapater sentía que su euforia se iba disipando, y cuando llegó a la clínica había recuperado el habitual escepticismo y el leve cansancio físico y moral de costumbre. Pero al regresar a su casa, volvió a sentirse lleno de estímulos optimistas. No tardaría muchos días el doctor Zapater en sospechar que la sensación benéfica que experimentaba cada día en su hogar, y que sin duda compartía con su mujer, sus hijos y sus vecinos, estaba originada por la presencia de aquella casa brotada de repente en el solar vacío. La casa, que no estaba habitada por nadie, irradiaba felicidad como una hoguera calor, comprobó el doctor Zapater, que, como el resto de los habitantes de la colonia, había asumido aquella imposible irrupción del edificio como uno de los hechos consumados de la siempre indómita realidad. Tampoco al municipio le escandalizó la aparición de un inmueble. Y, más que eso, el buen humor que su cercanía suscitaba hizo más diligentes a sus representantes a la hora de descubrir que aquel solar carecía de las imprescindibles estructuras de servicios, y la casa de la licencia de obras y de cuantos requisitos son precisos en una ciudad para construir un edificio. Ante la imposibilidad de encontrar a sus propietarios, el ayuntamiento resolvió precintar la propiedad, y los trámites administrativos continuaron su curso. Sin embargo, como el lugar era especialmente grato para el ánimo, la comunidad de vecinos puso unos bancos alrededor de la parcela, y todas las tardes venían a sentarse allí los ancianos de la colonia, y mantenían tertulias llenas de interjecciones y carcajadas como en los tiempos de su adolescencia. Días después de la aparición de la casa, el doctor Zapater asistió a un congreso en el sur. En una de las charlas que ocupaban el tiempo del asueto, sentados frente al mar con una copa en la mano, hablando precisamente de cómo la realidad resultaba a veces más desconcertante que la ficción, uno de los colegas aludió a una casa que había desaparecido en su ciudad de la noche a la mañana, dejando vacío el solar sobre el que se asentaba. ¿Cómo que desapareció? preguntó el doctor Zapater, disimulando su emoción. Se desvaneció, como si hubiese volado repuso el colega, alzando de repente ambas manos en el gesto de lanzar algo al aire. El doctor Zapater quiso saber todo lo posible sobre el asunto, y el colega contó que aquella casa había sido el fruto del esfuerzo extraordinario de un matrimonio, conocidos suyos, profesora ella y empleado él, que durante muchos años habían soñado con vivir en una casa independiente, rodeada de un jardín. Tras largos ahorros y enredos de préstamos bancarios, y búsqueda de modelos, y darle vueltas y vueltas al proyecto, y marear al arquitecto, empezaron a construirla. Entonces la mujer se puso gravemente enferma. Un cáncer. Tuvo que sufrir un tratamiento largo y doloroso, que la dejó agotada, pero consiguió superar la enfermedad. La casa estaba recién construida en la convalecencia que siguió a las feroces curas. Los dos querían estrenarla cuanto antes, y a lo largo de dos semanas escasas trasladaron y arreglaron muebles, vistieron armarios, colgaron cuadros, llenaron las estanterías de libros y objetos, prepararon el jardín. El narrador continuó contando que habían comenzado a vivir en la casa nueva un primero de junio, y que se los veía tan contentos, tan a gusto, era tan evidente su felicidad, que estaban en las conversaciones de todos cuantos les conocían. El décimo día de su estancia en la casa la mujer falleció, por la súbita rotura de una arteria que había quedado muy debilitada con el tratamiento. El marido quedó solo en la casa, pero su tristeza desgarradora empezó a ser amansada por la intuición de que la casa conservaba el entusiasmo que su mujer y él habían puesto en ella, primero soñándola, luego diseñándola y construyéndola, por fin amueblándola y empezando a habitarla con la intensidad del cumplimiento de lo que se ha deseado largamente. Evocaba a su mujer cortando y cosiendo telas para visillos y cortinas, restaurando muebles, perforando los orificios para las alcayatas de los cuadros, con la movilidad que parecía milagrosa para quien tenía tan cercanos los penosos días del hospital. Iba y venía cantando, y su placer se reflejaba en cada uno de sus gestos. 'Esta casa está cargada de felicidad', les decía a los compañeros y amigos que iban a hacerle compañía. Y era cierto que todos cuantos visitaban la casa se sentían llenos de sentimientos optimistas y cálidos. Yo mismo tuve ocasión de comprobarlo. Fui a darle el pésame días después, porque estaba fuera cuando murió su mujer, y allí dentro me sentía alegre, empapado de bienestar, como si ni siquiera la muerte tuviese importancia. Pero al final del verano, el hombre murió también, de un infarto. El doctor Zapater y el resto de los contertulios escuchaban con atención a aquel narrador que mantenía el mismo tono al hablar de los días alegres y de los fúnebres. Había unos herederos lejanos, que decidieron vender la casa con todo lo que contenía, y por ella comenzaron a desfilar los posibles compradores, citados por la agencia inmobiliaria que se ocupaba de la venta. Hasta que no hubo nada que vender, porque una mañana la casa se había esfumado. Pero ¿cómo que se había esfumado? volvió a preguntar el doctor Zapater, como si no hubiese entendido la respuesta la primera vez. Que no estaba, que había desaparecido, como si alguien la hubiese robado. Parece un despropósito, pero donde había estado la casa quedaba sólo el solar pelado. El asunto despertó extrañeza y hasta salió un suelto en el periódico local, pero ahí acabó la cosa. Y es que la realidad, por absurda que sea, no necesita justificaciones. Al regresar a su ciudad, el doctor Zapater tenía el propósito de adueñarse de aquella casa, venciendo todos los obstáculos, para trasladarse a ella con su familia. Aquella fuente de felicidad, aquel lugar que parecía haber decantado el gozo de vivir en un proceso de dolor y de pérdida, tenía que ser suya, costase lo que costase, pensaba. Pero los trámites administrativos habían llegado ya a su final, y se dispuso el embargo de los muebles y objetos y el derribo del inmueble. Y aunque el doctor Zapater y su mujer estaban dispuestos a afrontar todos los pleitos posibles, convencidos de que la casa acabaría perteneciéndoles, una tarde llegaron a la colonia el camión que, en la mañana del siguiente día, trasladaría el ajuar de la casa a las dependencias municipales, y las grandes máquinas que procederían luego a la demolición del edificio. Las resoluciones administrativas no pudieron cumplirse. Al amanecer, la casa, con su jardín, había desaparecido, y el solar vacío mostraba la huella de su planta a la mirada de los atónitos espectadores. A partir de entonces, el doctor Zapater recordó el episodio sólo como una más de las incoherencias de la vida, y volvió a sentir de continuo la brumosa insatisfacción propia de la innumerable rutina humana. FIN La casa feliz, de José María Merino. Incluido en Cuentos de los días raros.